Foto: RL Hevia
Texto: Redacción Cuba Noticias 360
Cuando La Habana se quedó sin corriente, ya mi circuito llevaba más de 10 horas apagado, de modo que no me enteré del colapso del Sistema Electroenergético Nacional hasta un buen rato después, cuando una vecina gritó a todo pecho, para quien quisiera oírla: «Guarden pan pa’ mayo que está mierda se jodió otra vez».
Era la mañana del viernes 18 de octubre, apenas unas horitas después de que el Primer Ministro explicara en una azarosa y atolondrada comparecencia televisiva la situación de pánico en que está el país, un mensaje tardío para los guajiros que ya llevábamos casi un mes soportando cortes de 16 y hasta 20 horas diarias y varios años resistiendo con estoicismo la inestabilidad del SEN.
De modo que, cuando comprendí que la corriente no vendría a las 10 de la mañana, como me hubiera tocado en la planificación de la precariedad a la que había venido ajustándome; cuando vi que, en efecto, la oscuridad sería para largo, ya no tenía demasiadas reservas a las que apelar, ni físicas, ni espirituales. Le entré al apagón masivo agotada, sin gas para cocinar, sin agua en un tercer piso, con el refrigerador casi descongelado, con la batería del celular en 17 por ciento y un niño de 6 años pidiéndome la merienda.
La suerte son mis vecinos, sobre todo la gorda bonachona que no para de vaticinar el fin del mundo, del socialismo y del gobierno. La suerte es que lo hacen con la misma vehemencia con que luego me tocan a la puerta para regalarme un dulce para el niño o para calentarme el vaso de leche justo antes de que se corte. Son escandalosos, pero solidarios; quieren lo que quieren todas las personas que conozco, que termine ya esta angustia, que termine como sea. Ellos me ayudan con la comida del niño y a conseguir carbón para improvisar una hornilla en el balcón del apartamento, esa reliquia del Período Especial que nunca superamos del todo.
De vuelta al carbón, a la vela, al cubo de agua cargado hasta el tercer piso, a los cuentos de fantasmas y aparecidos para entretener al niño, a salir como una loca con el celular y el cargador en una cartera para que algún alma caritativa con planta eléctrica me haga el favor de alimentar un poco la batería…
De vuelta a la condición más elemental del ser humano: la lucha por la supervivencia, la maldición de aspirar a poco: comer, tomar agua, garantizar que tu hijo no sufra demasiado, dormir incómoda, levantarte al otro día sin fe en que pueda llegarte a ti, residente en un circuito sin hospitales, jefes importantes ni privilegios, la tan anhelada corriente. Eres de un circuito que no le importa a nadie, en una zona periférica de una provincia apacible, de gente envejecida y cautelosa a la que nadie teme, de modo que no te queda más que esperar: a buen tiempo, para el lunes o el martes, si acaso, te devolverán la corriente.
Todo es medianamente soportable hasta ahí, porque la suerte del cubano es que si tienes otros cubanos cerca nunca estarás en la más absoluta miseria. Lo que en verdad me mortifica es el llamado a confiar en los trabajadores eléctricos, como si ellos tuvieran en sus manos la posibilidad de arreglar la total obsolescencia tecnológica de nuestras máquinas generadoras, como si hubiesen sido los trabajadores eléctricos los que decidieran usar el presupuesto que la realidad ha demostrado debía haberse empleado en colocar -al menos- una curita en las termoeléctricas ya ahora carcomidas y parece que sin remedio.
Podrán arrancar en algún momento porque son máquinas más guapas que Maceo, pero no pueden generar sin combustible, no funcionan con discursos de exhortación ni con llamados contra el bloqueo. Con discursos y reuniones, está más que probado, no funcionan ni las termoeléctricas, ni la producción de alimentos, ni se desinfla la inflación, ni se detiene el tsunami migratorio que ha sacado y sacará del país a miles de cubanos, cada día con más fuerza.
Por eso, para evitarme más angustias de las estrictamente necesarias, las que vienen incluidas en la «libreta» del apagón, evito abrir las redes -si la conexión lo permite- porque cada mensaje de aliento desde una Habana que se va restableciendo con urgencia y nerviosismo, cada reporte de caídas y reconexiones, cada gurú del optimismo diciéndome que confíe, que saldremos victoriosos de la batalla energética, me pone aún más nerviosa.
Llevo más de 50 horas seguidas sin corriente. Debe ser que, en el escalafón de los que fundan y aman, de los que se sacrifican y dan su paso al frente, yo no tengo méritos suficientes. Todos éramos iguales, hasta que llegó el apagón tercermundista y nos reveló por las malas nuestras abismales diferencias. El que tenga ojos, que vea, aunque ya yo no veo nada, menos aún la luz al final del túnel: llevo más de 50 horas sin corriente.