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El complejo arte de morir en Cuba

Foto: Manuel Larrañaga

Texto: Manolo Vázquez

Cuando el recolector de sueños pasó por mí, pensé que descansaría plenamente. Ya no tendría que poner la alarma para ir a trabajar, ni mucho menos levantarme a las cinco de la mañana para marcar en la cola del pollo. Sin embargo, no imaginé que aún me esperaba una agonía mayor.

Y no se trata del infierno que todos idealizamos, con Lucifer en medio de las llamas alentando a los demonios para castigarnos eternamente. De hecho, reconocí el lugar enseguida, desde que entré con los pies por delante.

Después de esperar por más de tres horas mientras me engarrotaba en mi lecho, vinieron por mí en el Mercedes Benz más retro que había visto en vida, y ahora en muerte. Arribé a la funeraria de Zanja, en La Habana.

Algunos desconocidos se persignaron asustadizos al verme. Me llevaron hasta el final del pasillo, después de pasar por delante de todas las capillas, y sentí como doblaba a toda velocidad hasta frenar en la puerta del cuarto de preparación.

Mi familia me esperaba con la ropa que habían seleccionado para ese duro momento. No puedo negar que yo hubiese escogido la misma camisa, aunque poco sentido tiene ahora que lo pienso bien.

A los pocos minutos de estar aparcado apareció la llave de la pequeña habitación, y cuando el administrador logró destrabar la oxidada cerradura, empezó la primera escena de una película de terror, con efectos especiales en alta definición y sin censura.

Por las paredes, que una vez fueron blancas, ahora chorrea la sangre, de sabe Dios cuántos difuntos. La hay oscura, un poco más clara, seca y también reciente. La cara de asombro de los vivos que me acompañan es de puro drama. Yo no sé si reírme o llorar, aunque no puedo hacer ninguna de las dos cosas.

Me pasan de la camilla rodante a la de ese cuartico diabólico, del que si pudiera saldría corriendo. Está manchada también, pero no solo de rojo, hay toda una gama de fluidos corporales, algunos fresquitos como la lechuga que no podré degustar en este fin de año.

Justo en ese momento el administrador del lugar, que viene siendo algo así como Lucifer en la tierra, les informa a los dolientes que serían ellos solitos quienes tendrían que vestirme. “No tenemos gasa, goma de pegar, maquillaje… ni nada de nada. Somos un país bloqueado”, exclamó mientras encendía un cigarro.

Sentí que me tiraban de los brazos, mientras se me desgarraba el pellejo junto con el pullover que llevaba puesto. Alguien gritó, ¡cuidado! Y del otro lado se taparon la cara y rechinaron con la boca la señal del escalofrío. Menos mal que no siento dolor –pensé– y entonces arrancaron a sonar los tambores, era una ceremonia religiosa.

Yo no soy creyente –seguía pensando en voz baja– porque tampoco tenía la opción de expresarme. De repente el ruido se multiplicó. Ahora sobresalen unos martillazos bastante fuera de ritmo. Era nuevamente el administrador, ese pobre diablo desprotegido, que ahora trataba de colocar la tapa del que sería mi ataúd, dispareja con respecto al resto del armazón por una diferencia notable.

Los trozos de madera, o más bien de cartón tabla, caían sin el compás de los tambores, que, por cierto, eran de la capilla del fondo, donde al parecer estaban velando a un difunto que en vida debió practicar la religión yoruba.

Era casi medianoche y la rumba apenas empezaba. Sentí pena por mis seres queridos, quienes no solo estarían en vela, sino que ahora lo harían con ritmo.

Mientras tanto llegó la ayuda. Una nueva superficie para mi cajita grisácea está en las manos de otro empleado del lugar. Trabajan en ubicarme dentro y me caen algunas cenizas del cabo de cigarro sobre el rostro, mientras se asfixian mis parientes vivos, sin una ventana cerca.

Literalmente me muero de ganas por llegar al cementerio. Prefiero mil veces alimentar con mi carne a los insectos antes que someterme al concierto obligatorio al que me han expuesto.

La música y los cánticos resuenan con el eco del lugar. Al menos dentro de mi armario maderable la escucho más bajito. Allí yazgo, y cuando pienso que todo irá mejorando, uno de mis amigos alarmado abre los ojos y llama con insistencia y sobresalto a los demás presentes, que se asoman en grupo a mirarme sobre el opaco y reciclado cristal como si me hubieran visto revivir. Al parecer, se han abierto mis ojos de par en par, como cuando pasaba por mi cuadra aquella trigueña de pelo corto con sus sayas ajustadas. Qué buenos tiempos aquellos y que rápido se fueron.

Se formó la intriga en mi capilla. Nadie sabe qué hacer. Buscan al administrador, pero está bastante ocupado con un traguito de aguardiente que le brindaron en la rumba de la capilla folclórica. Pasan unos minutos, bastantes, hasta que llega de mala gana y con cara de pocos amigos. Saca el cristal con gran destreza y mete sus manos con fuerza sobre mis rudos párpados. Lo intenta varias veces pero se me abren nuevamente. Suspira y se va, sin decir nada ante la mirada atenta de los presentes.

Regresa con un pomito de goma de pegar en las manos. Quizás tiene una hija en la escuela y lo necesita para los trabajos prácticos, pensé. A lo mejor que yo tenga los ojos abiertos mientras me descompongo bajo la tenue luz de la madrugada no es tan importante para él como la educación de su pequeña, ni tampoco que quienes se despiden de mi cuerpo guarden para siempre con ellos esa última imagen en sus cabezas. ¡Na, eso no es nada!

Pasó el tiempo y solo se sienten rezos. Los tambores pararon afortunadamente. Es casi el amanecer. Lo sé porque la claridad ha comenzado a iluminar de naranja el techo que un día también debió ser blanco. Es casi la hora de mi entierro. Todos están tensos, sin saber qué hacer, hasta yo lo estoy.

Entonces una voz de mujer menopáusica y aguda exclama: ¡Terminó el tiempo de Manolo Vázquez! Casi me pongo de pie del susto. Hubiera sido la noticia mundial. Mis familiares y amigos sí que lo hicieron. Benditos buenos días para un momento tan sencillo y feliz como la muerte de un ser querido.

Me despido dejando un charco de sangre debajo de la caja. Las ranuras que separan una tabla de otra permiten que los fluidos lleguen hasta el suelo de granito, donde una mancha aún más amplia de anteriores inquilinos se ha quedado impresa.

En Cuba morirse no es cosa fácil. Y no es que lo sea en el resto del mundo, pero al menos nadie ha podido sustraer de las almas ese sagrado silencio que trae consigo la eternidad. Nuestra isla es tan singular, que hasta para irnos definitivamente de ella a veces se nos niega el derecho.

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