abril 19, 2024
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Frío, coronavirus y espejismos

Fotos: Manuel Larrañaga

Texto: Martín Batista

Me hice  el carnet de identidad después de volver a residir en Cuba.  La cola era inmensa en la oficina del municipio Vedado. Las personas estaban en el portal, en la acera de enfrente, pegados unos con otros, conversando, con las mascarillas en el cuello, debajo de la nariz, hasta un señor de unos 60 años la llevaba como pañuelo. No es para sorprenderse porque uno ve a los cubanos en la calle como si la vida no estuviera caminando en medio de un campo de espinas. Como si fuera la misma de hace unos años. Como si el menor desliz no te pudiera pasar la cuenta en medio de una pandemia que pasa factura  en La Habana y ha costado cientos de muertos y familias enlutadas en todo el país.

Realmente la vida en Cuba siempre ha tenido sus propias características. Nunca ha ido en verdad sobre rieles. Por eso tal vez los cubanos, acostumbrados a vivir en el desequilibrio de las  tensiones, se han ido adaptando con pasmosa naturalidad a la pandemia o con una embriaguez inocente. Algunos casi anestesiados.

Hoy hace frío en La Habana. Es uno de esos días en que uno podría imaginar como es el clima en Londres o Nueva York. He recorrido un poco las calles de la ciudad para tratar de entender ese enigma de la cubanidad, del deseo contenido, de la vida diaria de un país con científicos que han inventado  cuatro vacunas, pero que no tiene ansiolíticos ni antibióticos en las farmacias. Ahí puede radicar también la paradoja tremenda de esta isla, de esta capital, donde la gente sobrevive como puede y algunos aplacan el desaliento y la frustración en los juegos de dominó en los barrios, en el sexo fugaz o con esa ilusión ya casi fallecida que era sentir el béisbol como parte de nuestra sangre cubana.

Para algunos en Cuba el frío es también un espejismo. Una ilusión de sentirse en otra parte, de poner la mente en esos paisajes europeos que nos muestran las películas. En mi barrio este clima medio europeo es también una justificación. Desde temprano vi a dos viejos de esos que venden cualquier cosa en una de las esquinas del Cerro, compartir una botella de ron. Después se sumó otro y se iban tomando a modo de carrera el líquido de aquel envase sin etiqueta. Sin pensar si alguno podía estar contagiado o ser contacto de un caso de coronavirus. No importaba el riesgo, solo el deseo incontenible de besar aquella botella que nubla la mente, te difumina la cara y te hace pensar solo en el aquí y ahora. La embriaguez es también una salida a la locura, una salida para vivir por un momento aquellas vidas que nunca nos atrevemos a mostrar en público.

Esa fotografía del frío y de tres viejos tomando alcohol en una esquina sin brillo se me impregnó en la mente. Me di cuenta mientras avanzaba como un extraño en las profundidades de Centro Habana para desconectar, para perderme, para evadir mis tiempos actuales, porque yo también soy un excelente producto de la tensión, de esa ceremonia de la muerte que radica en ver cómo todo se cae de pronto y uno de queda en el mismo sitio, sin esperas de restaurar lo perdido. Y no hay nada peor que eso. Tal vez solo la propia muerte.

La fotografía me hizo pensar en cómo sería la Cuba post pandemia. En cómo será esa vuelta a la  noche cubana de miles de jóvenes y otros no tanto deseosos de vivir lo que les ha negado el tiempo. Será posiblemente una película desenfrenada de alcohol, sexo, engaños matrimoniales, y todo cuanto puede habitar en la mente de personas que les ha podido más el encierro. Pero esa imagen también es una celda. Porque ¿qué pasara después del vértigo de la locura y el descontrol? Todos tal vez volvamos al  mismo lugar, al mismo encierro por dentro después de vivir esos meses locos que se avecinan cuando estemos vacunados y abran los bares, las playas y las prostitutas en las esquinas.

Recuerdo varios casos en la historia que pueden atestiguar eso, que hablan del desenfreno después de eventos que obligaron a la gente a encerrarse en sus casas por un tiempo determinado y mantener también a raya el flujo febril de los deseos.

Esa imagen, probablemente, la podremos ver dentro unos pocos meses. Ya los dueños de bares, de centros del circuito del entretenimiento se preparan para abrir las puertas con nuevas ofertas o con algún plus que dispare esa adrenalina apresada por meses. Cuando suceda veremos a los jóvenes de alcohol hasta la cabeza;  las madrugadas habaneras colmadas de sexo y el trasiego de cientos de personas hacia cualquier cosa que parezca diversión; aunque luego para sentirnos bien con nosotros mismos, justificaremos los excesos o seremos capaces de enmascararlos perfectamente.

En muchos países eso no ha pasado. Los bares y restaurantes  siguen funcionado hasta una hora determinada. Las personas van porque dicen que el coronavirus no puede ser una camisa de fuerza, que hay que adaptarse a convivir con él. No esperan ni ser vacunados. Lo he oído de amigos en varios países y me parece que hablan del covid como si fuera parte de la familia o un novio o novia que hay mimar, acariciar y ver qué pasa luego. Hace poco en Miami fue la locura. En una de esas vacaciones los jóvenes de diversas ciudades de Estados Unidos fueron a parar a la Ciudad de Sol para divertirse, emborracharse y/o mostrar su sensualidad en las playas.  Parecía como si tuvieran un poco de óxido en el cuerpo y la certeza de que el sol y el alcohol se iban con el desenfreno.

En esa imagen de la Cuba postpandemia los jóvenes podrán estar borrachos en los bares o en algún ligue de ocasión, mientras posiblemente sus padres o abuelos ya habrán madrugado para la cola del pollo, del picadillo o de cualquier otro mínimo alimento para llevarles a esos muchachos un poco de comida, al otro día, a la mesa. Escribo esto y me da tristeza. Porque alguna vez yo también estuve en la piel de esos jóvenes pero en un país habitado todavía por el sueño, donde obviamente no había bares (al menos legalmente), paladares de lujo y mucho menos covid; pero repetí esas conductas al creerme que ese instante era eterno, sin pensar en las personas que hacían posible que estuviera ahí en medio de ese ojo abierto al desenfreno que es la noche.

Nadie sabe a ciencia cierta cómo saldrán a la vida tantos jóvenes cubanos después de casi dos años de encierro. Para mí, sin embargo, las cartas están claras. No serán pocos los que vivirán  semanas o meses al límite para tratar de sacudirse del cuerpo el polvo de la cuarentena, que si bien en La Habana no ha sido tal, si ha causado sus rompimientos emocionales y sus estragos, sobre todo en las parejas. Lo curioso es que nunca he comprendido muy bien cómo esos bares están atestados de gente en un país con enormes precariedades económicas y donde el nivel de vida ha aumentado como si esto aquí fuera Estados Unidos o Europa.

Hoy hay frío en La Habana. Es una sensación agradable pero que también llama a la nostalgia y te hace sentir por dentro como si tu vida estuviera en los puros huesos. No soy una persona pesimista como me dijo alguien de quien alguna vez pude oír hasta su propia respiración. A mí lo que me interesa es palpar esos sentimientos de honduras, reflexivos y pensar qué seríamos las personas si estuviéramos más pendientes  del corazón que de la búsqueda del placer o de la eternidad del instante, o mejor, si lográramos hacer coincidir en un mismo espacio o persona, ese entramado de fieros  que son los sentimientos humanos.

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Durante este recorrido por la ciudad he visto casi de todo. Colas, niños jugando pelota y fútbol en los parques, policías descargando sobre un camión las verduras y frutas decomisadas a uno de los llamados carretilleros.  He pensado sobre todo en el futuro de Cuba después de la pandemia, de la aplicación de vacunas con nombres heroicos, de los policías en las puertas de cubanos críticos con el gobierno, de los mítines de repudio, del bloqueo. He pensado también en esos científicos que no se dieron descanso para lograr preservar la vida de los cubanos, a pesar de los muertos y de ese luto que no se olvida. A esos trazos esbozados en mi cabeza regresan los tres viejos del barrio que seguramente ya habrán bajado a esta hora dos o tres botellas de ron del malo. Me remontan a mi adolescencia donde no me hacía tantas preguntas arrastrado por un alborozo infantil, ese mismo que, aderezado con otros ingredientes mayores, en pocos meses tomará La Habana para encender la ya caliente sangre de los cubanos.

Ya de regreso voy a disfrutar del clima invernal que se da poco en esta isla indescifrable que me recuerda uno de esos rompecabezas de mano, cuyas piezas nunca pude poner en su lugar. A esta edad puede ser que el frío me ayude a ajustar las piezas de ese otro rompecabezas que es mi propia vida. Me estoy pensando para eso enviar algunos mensajes por WhatsApp y esperar por lo que quiera   traerme de regreso esta breve ilusión invernal.

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