Texto: Martín Batista
Uno de los recuerdos más vivos que tengo de mi infancia en Cuba gira en torno a las Matrioskas. Aquellas muñecas eran toda una reliquia. Me ponía a mirarlas y nunca les encontré mucho sentido práctico ni utilidad. Las usaba para matar el tiempo cuando regresaba de los juegos de fútbol, de las cuatro esquinas o de cualquier otro deporte que exigiera sudor y alguna magulladura en el cuerpo. Extraía de la muñeca principal el resto de las muñecas en orden de tamaño hasta que me quedaba con la más pequeña. Repetía el ejercicio una y otra vez hasta el aburrimiento y dejaba aquel reguero de gorditas rusas en algún rincón de la sala de mis abuelos.
Las matrioskas con el tiempo desaparecieron de la sala como desapareció la Unión Soviética. Cayeron de la altura del televisor hasta hacerse añicos contra el piso. El golpe las inutilizó completamente. No se podía colocar una dentro de la otra y quedaron como un rastro de piezas de madera. La ausencia no causó ningún estrago en mi cotidianidad infantil. Reemplacé aquel divertimiento por uno de esos juegos de yoyos que tampoco, estoy seguro, los cubanos han olvidado.
De la época han permanecido miles de memorias, utensilios, adornos, juguetes. Una buena parte servían para recordarnos los años de nuestros estrechos lazos políticos con los países comunistas y con nuestros más estrechos aliados, los soviéticos. En casa de mis abuelos las matrioskas nunca volvieron a existir. Pero no se borraron de la memoria.
Por aquellos tiempos visitaba a una noviecita de la primaria cuyo principal hobby era coleccionar papeles de confituras y colocarlos dentro de una libreta, un juego que, por cierto, fueron incorporando miles de niños, al menos en La Habana. Nunca me detuve a pensar cómo podíamos entretenernos con algo así. Pero lo hacíamos como síntoma de nuestra más plena ingenuidad. Era como anhelar lo que nunca íbamos a tener o que por casualidad probamos alguna vez.
El caso es que ella junto a su colección de marcas de dulces extranjeros tenía sus propias matrioskas. Cada vez que iba a verla pasaba los minutos observando cómo se divertía jugando con aquellas muñecas de madera. Sacaba una por una y las volvía a colocar dentro de la barriga de la otra con una calma increíble. Se iba del mundo en aquel juego que para mí ya no tenía el menor sentido. Le había puesto hasta nombre a las muñecas y las mencionaba como si tuvieran vida propia. En mi premura infantil llegué a decirle que estaba loca. Como era de esperar, ella prefirió las muñecas. Me dijo de un salto que me fuera de su casa ante la miraba maldita de sus padres. Y en la escuela dejó de hablarme mientras se burlaba de mí con sus pequeñas amigas.
Con los años dejé de ver aquellas piezas museables en las casas cubanas. Seguramente todavía se conservan en algunas como recuerdos de la abuela o de la infancia. Pero nunca más las he visto ni se mencionan ya entre las reliquias del pasado. Los niños de hoy tienen sus propios juegos y entretenimientos. Muy pocos sabrán que sus padres tuvieron a aquellas rarezas rusas que parecían no tener fondo. Internet, las redes sociales, los juegos de PlayStation… Todo eso ocupa el centro de su mundo, siempre, claro está, que sus padres o el resto de su familia puedan costearle esos accesos y lujos en una isla en eterna crisis.
Las matrioskas, según he confirmado, son algo raro hasta para las nuevas generaciones de rusos. Es decir, para muchos de los jóvenes que solo conocieron la Unión Soviética por la memoria de sus padres o por las revistas Misha o Sputnik, cuya lectura también ocupó el tiempo de los cubanos mientras conocían sobre los nuevos logros del socialismo y creían en el futuro prometido.
Cada cubano emigrante ha salido del país con lo que ha podido o querido. El otro día leí en este mismo medio que Ana de Armas, la talentosa y hermosa actriz, se fue a España con 150 euros. Otros se han marchado solo con una pequeña mochila en una balsa y otros en un avión. En esa travesía sin regreso, junto a algún dinero, han llevado recuerdos familiares y de su pasado en Cuba. Yo cargué hace mucho con varias fotos, algunos libros y cartas familiares que cada vez que leo me llenan de añoranzas.
En los últimos años he llevado un diario estrictamente personal. Hace poco escribí aquella anécdota de la novia de la infancia que me abandonó sin el menor escrúpulo. La última vez que supe de ella estaba por Berlín trabajando como psicoterapeuta. En algún momento pienso llamarla para repasar los buenos años de la infancia y recordarle que no tuvo la menor piedad para cambiarme por una muñeca rusa.