Texto: Redacción Cuba Noticias 360
Foto: Abel Sánchez/ OnCuba
El destacado director de fotografía Livio Delgado Camacho falleció en la tarde del miércoles 28 de mayo, según confirmó el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Delgado, Premio Nacional de Cine en 2019 y recientemente galardonado con el Lucía de Honor en el Festival Internacional de Cine de Gibara, deja tras de sí un legado visual insustituible en la historia del cine cubano.
Hace apenas unos días, estudiantes de la Facultad de Cine, Radio y Televisión del Instituto Superior de Arte (ISA) lo redescubrieron en Landrián, el documental de Ernesto Daranas. Allí, entre luces tenues y memorias punzantes, evocaba al maldito Nicolás Guillén Landrián, con quien compartió buena parte de su trayectoria. Fue testigo y cómplice del exilio interno de un cineasta rechazado, prestándole su mirada para preservar lo que otros querían olvidar.
Livio era una presencia obsesiva detrás de la cámara. Meticuloso con la luz, riguroso con el encuadre, sus filmes no eran simplemente narraciones visuales, sino construcciones plásticas. Cada plano estaba pensado como un cuadro, donde el claroscuro no era sólo recurso técnico, sino lenguaje espiritual. Para él, el cine no era industria ni propaganda: era arte, y debía conmover.
Enumerar las películas que cuentan con su firma es recorrer la historia misma del cine cubano posterior a 1970: Retrato de Teresa, Cecilia, Una novia para David, Un hombre de éxito, El siglo de las luces. En todas ellas, su impronta es palpable.
Delgado comenzó su carrera en el ICAIC en 1961 como asistente de cámara, y en 1973 debutó como director de fotografía. Su ascenso fue natural: talento, sensibilidad y una ética de trabajo que lo convirtieron en colaborador imprescindible de grandes realizadores como Humberto Solás, Pastor Vega, Orlando Rojas y Julio García Espinosa.
Aulas llenas de anécdotas y sabiduría fotográfica marcaron sus años como profesor en el ISA. Pero más allá de las historias, enseñaba una ética de la imagen: el encuadre como decisión moral, la luz como signo del tiempo, la cámara como testigo honesto de lo humano. Sus clases eran, en palabras de antiguos alumnos, “una ceremonia de la memoria”.