Foto: RL Hevia
Texto: Redacción Cuba Noticias 360
La orden de Máximo Gómez en medio del fragor de Dos Ríos retumbó en los oídos del Apóstol como un mazazo: “Hágase usted atrás, Martí, no es ahora este su puesto”. Tras décadas aunando voluntades para la causa de la libertad, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano estaba ansioso por sacudirse el estigma del civilismo que padecía por ser un hombre de letras.
Horas antes, incluso, había arengado a las tropas reunidas y les enardeció el espíritu: “Por Cuba estoy dispuesto a dejarme clavar en la cruz”, les había dicho, una frase que, a la postre, resultaría premonitoria.
De modo que desoyó el mandato del General en Jefe del Ejército Libertador en un acto de rebeldía que terminó en tragedia: en aquel enfrentamiento “mal preparado”, como reconociera años más tarde el propio Gómez, perdió la vida el único hombre capaz de atizar los rescoldos casi apagados de la guerra grande.
La del 19 de mayo no sería, sin embargo, la primera desavenencia entre ambos. En 1884, cuando se separó del Plan Gómez-Maceo, Martí había apuntado en carta al dominicano: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”.
Con el Titán de Bronce, las discrepancias apenas se disiparon, al punto de que ya en los campos de Cuba libre, Martí describió en su diario de campaña, refiriéndose a la reunión que los tres jefes sostuvieron en La Mejorana: “Maceo y Gómez hablan bajo, cerca de mí (…). No puedo desenredarle a Maceo la conversación: ‘¿pero usted se queda conmigo o se va con Gómez?’. Y me habla, cortándome las palabras, como si fuese yo la continuación del gobierno leguleyo, y su representante”.
En aquella reunión de rencores mal zanjados, Martí terminó de convencerse de la necesidad impostergable “de sacudir el cargo, con que se me intenta marcar, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar”. Tenía que probarse en combate.
“Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber”, había escrito en carta a su amigo Manuel Mercado el 18 de mayo, pero semejante frase en modo alguno revelaba predisposición al suicidio, como han sugerido ciertos historiadores.
“Suponer que fue un suicidio es una especulación que va contra los principios de Martí, contra sus concepciones filosóficas —ha declarado a la prensa Luis Toledo Sande, estudioso de la obra martiana y autor de la biografía Cesto de llamas—. La existencia que estaba dedicando a la Patria no iba a dilapidarla de esa manera. Sobre la muerte, incluso, había escrito: Ah, muerte generosa, muerte amiga, nunca vengas”.
No podía imaginar mientras se adelantaba a la tropa que detrás de la maleza los soldados lo veían avanzar con su chaqueta y borceguíes negros, su pantalón claro y sombrero de castor: un blanco fácil; ni que la descarga cerrada iba a fulminarlo tal y como él mismo había pedido en sus versos: de cara al sol.
Cayó impactado por tres disparos. Una bala le entró por el pecho y le fracturó el puño del esternón; otra le perforó el cuello hasta salir por el lado izquierdo del labio superior; y otra lo alcanzó en un muslo.
El cubano Antonio Oliva, práctico del ejército español, alardearía luego de haber rematado a Martí mientras permanecía agonizante en el suelo, aunque su versión no ha podido ser corroborada ni desmentida. Los expertos tampoco han hallado consenso en torno a otros puntos: el orden de los disparos, los propósitos con que Martí se separó del resto de sus compañeros de armas o la probable estampida de Baconao, el caballo que le regalara José Maceo y que solía encabritarse.
Justo en el lugar del suplicio, marcado por José Rosalía Pacheco, el Generalísimo orientaría luego a los soldados cubanos que cada cual colocara una piedra en homenaje al Apóstol; sobre el túmulo, en medio del potrero, se eleva desde 1913 un obelisco que evoca —como si fuese posible olvidarlo— cuánto se perdió en Cuba aquel mediodía aciago.