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Barberías

Fotos: Jorge Luis Borges

Texto: Martín Batista

Hay un momento en que tomamos conciencia de la muerte. Generalmente uno se va adentrando en esa nueva etapa de la conciencia humana por los caminos más diversos o tremendos. Lo hacemos cuando dejamos, de pronto, de ver a un familiar, a una persona cercana o a uno de los personajes del barrio. En ese instante, impulsados por la preocupación o la extrañeza, hacemos preguntas cuyas respuestas nos esquivan o llegamos a comprender con el tiempo.

Ese paso de la edad de la inocencia hacia otro escalón más elevado de la conciencia me ocurrió durante los años 80. Venía de jugar a las cuatro esquinas en uno de los barrios de mi infancia. Era una bola de churre, de magulladuras, pero estaba feliz porque había disparado dos o tres cuatro hits por primea y tercera.

Mi intención casi nunca era tomar los 5 pesos que me ponía mi abuelo en el bolsillo para cumplir la orden familiar de pelarme. Ese dinero era para mí una fortuna. Lo usaba para comprar durofríos y unos cuantos cucuruchos de maní que mataban el hambre como si fueran un bistec.  

Iba a la barbería para escuchar las historias de relajo que nos contaba Ramón, el viejo barbero, que era uno de los personajes más singulares del barrio, precisamente por esos relatos en los que conversaba sobre sus mujeres o conquistas con el mismo desenfado que hablaba mal del gobierno.

Ramón era un hombre de unos 70 años, con la cabeza tomada por las canas que desplazaron el cabello rubio de su juventud. Había heredado el oficio de su padre, que a su vez lo había heredado de su abuelo. Nunca tuvo hijos, pero si era conocida su afición por hacerle la corte a las mujeres de la zona que luego de pocos intentos casi siempre se llevaba a la cama. Se dice incluso que fue perseguido por varios esposos que, víctimas del engaño, le habían pronosticado la muerte. Por eso nunca perdió ese aspecto gansteril coronado por una navaja en la cintura, a pesar de los 70 años que le pesaban sobre el cuerpo.

Aquella tarde no lo vi reinando sobre la silla ubicada en medio de la barbería con imágenes de Coca Cola, Fidel Castro y el Che Guevara. Pregunté por él, y su compañero, un mulato de unos 60 años, me dijo con cierto aire de resignación que ya no lo vería más, que había muerto.  Inmediatamente me pidió que me fuera si no iba a pelarme. Aquella noticia fue para mí un diluvio. Me provocó tal conmoción que parecía que había salido de un accidente automovilístico. Era mi primer encuentro con la pérdida de alguien querido, con la sombra de la muerte. Tendría unos 11 años.

Con el tiempo la vida se ocupó de confirmarme el significado de aquel estremecimiento, del cual tuve noticias por primera vez con la despedida de Ramón, el viejo barbero al que todos los vecinos de la cuadra le entregaban sus cabezas y él disfrutaba tener aquellos cráneos parlantes al filo de la navaja.

Las barberías del barrio ya han perdido el encanto de los años de mi infancia y adolescencia. Se han convertido en una suerte de reducto de una época que se difuminó en el paisaje urbano y ya habita solo en la memoria. Aunque el recuerdo también es engañoso y a veces se parece a una de esas mujeres que permanecen hasta la madrugada buscando en Internet lo que nunca encontrarán en casa. He conocido a algunas y creo que solo han estado  deseosas  de replicar en su vida los juegos sexuales de Eyes Wide Shut. Y yo, que ya tuve de eso, me he ido casi silenciosamente. 

La imagen de aquel lugar al que regresaba casi siempre en las tardes también se me va perdiendo en la mente como si quisiera pasar a formar parte de ese pueblo fantasma que también son los recuerdos. Regresé hace poco a la barbería de mi infancia y me recorrió un sentimiento de extrañeza, ese mismo que padecemos cuando salimos de Cuba por primera vez o nos deja alguna novia muy querida.

En mi caso pudo más la desilusión.

Lo confirmé cuando vi a la entrada un cartel lumínico que anunciaba algo así como un centro de belleza. No había nada allí que me recordara al viejo Ramón ni a esa patria que para mí fue también su barbería.

La instalación tenía ahora un amplio salón con siete sillones y una fila de jovencísimos barberos con pelados de revista o teñidos de azul o de cualquiera de esos colores que resplandecen en las discotecas. También ofrecían depilaciones, masajes y otros servicios que no comprendí bien cuando me los brindó la muchacha de la puerta encargada de recibir a los clientes.   

–¿Le gustaría depilarse las cejas? – preguntó.

No pude aguantar la sonrisa.

—¿Los hombres lo hacen normalmente, vienen y se depilan como si se pelaran? — le respondo.

Ella descubrió perfectamente que yo era virgen en aquellas lides. Mi tono a medio camino entre la incredulidad y el desconocimiento me delató. Se detuvo con calma a explicarme en qué consistía todo el proceso. Lo hizo por protocolo porque ya sabía, por mi rostro, que yo no iba a acceder a aquella oferta.  Al final compré un ticket para un corte.

—¿Simple? —  insistió y yo, de nuevo, comencé a reír.

Los precios en ese nuevo centro de belleza eran de espanto para la mayoría de los bolsillos cubanos del 2021. 200 o 300 pesos un pelado.  Un corte vip. Es cierto que tenía la oportunidad de pelarme en otras de esas pocas barberías que quedan en los barrios con precios un poco más asequibles tras eso que llaman ordenamiento. Pero quise visitar la instalación del viejo Ramón, quien ni en sus mejores (o peores) sueños pensó que su refugio de “tipo rudo” se iba a convertir con los años en un centro de belleza.

Nadie sabía en aquel lugar la historia sobre la que se levantaba el glamour de la nueva instalación donde observé a aquellos jóvenes que miraban sus cortes en la pantalla del celular como si estuvieran más preocupados por aparentar que por vivir sus propias vidas.

Volví entonces a la jungla de los recuerdos para encontrarme de nuevo con esa pieza de museo que hoy, en buena parte de Cuba, son los juegos de bola o de cuatro esquinas. Allí, con el cuerpo magullado y feliz, salí en la tarde para encontrarme con aquel héroe del barrio, que estaba dispuesto a dar su última batalla en mi memoria para imponerse a la realidad artificial que se repetía antes mis ojos y que él, estoy seguro, disfrutaría al extremo tenerla, por un momento, al filo de la navaja.

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