abril 26, 2024
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Claudia, La Habana, el cine y yo

Foto: Jorge Luis Borges

Texto: Martín Batista

Tenía unos 15 o 16 años la primera vez que fui al cine. No recuerdo la película que pasaban ni me interesaba  demasiado. El motivo  que me conducía   a perderme en aquella sonora oscuridad era otro. Me había acabado de “empatar” con un monumento de mujer tres años mayor. Ella, 19, yo 16.  Nunca descubrí cómo logré aquella hazaña de la edad. Lo que sí tenía claro era que no podía desaprovechar ese golpe de suerte mientras ella sintiera ese raro encanto por mí. Me hablaba de esa pasión casi a diario y yo no le creía mucho, incluso pensé en algún momento que andaba media confundida entre el periodo especial, la crisis y el hambre. Contaban que el hambre tiene la cara fea, que provoca muchas cosas, que desajusta la cabeza. Después yo mismo lo comprobé durante los días en los que engañaba el estómago con alguna infusión caliente  de naranja de 20 centavos en una cafetería abandonada a su suerte o un cucurucho de maní de un peso. En otros, mi estómago permanecía como una piscina vacía.

Salí con ella dos o tres veces antes de llevarla  en el primer cine derruido que me encontré una tarde de agosto. En la calle los tipos le miraban descaradamente los senos que amenazaban con salirse de la blusa, las nalgas, las piernas. Yo giraba la mirada  para otros lados o comenzaba a hablar alguna mierda del marxismo o de Sartre. Ella hacía como que me escuchaba pero sus ojos me engañaban como el niño que era. En efecto, su pupila se dilataba cuando oía las frases calientes, cuando sentía la respiración de los hombres sobre la nuca, cuando caminaba y casi se le caía la saya a la fuerza de las miradas que querían comérsela viva.

El cine era como uno de esos edificios que siguen en pie por falta de recursos para derrumbarlo. El olor a orine, a semen, a polvo y al descuido total reinaba como reinan los perros en la noche. Dos o tres parejas desperdigadas entre las butacas. Se oían gemidos, palabras y otros de esos estertores humanos que nacen de la copulación furtiva. Nos sentamos en una esquina. Antes de la película proyectaban una serie de aquel revolucionario Noticiero Icaic Latinoamericano. Le hablaba entonces del arte de vanguardia, de los giros de cámara de Santiago Álvarez, de sus viajes a Vietnam en plena guerra. Ella, como siempre hacía que me escuchaba. Era otro dulce engaño. Claudia, llamémosla así, iba a lo mismo que yo. Y no tenía rubor en demostrarlo. Comenzó a besarme, a tocarme y yo no sabía qué hacer con aquellos muslos encarnizados, violentos, que se abalanzaban sobre mí como un animal en celo. Su boca retozaba con mi boca y su lengua desaforada sobre mi cuerpo adelantaba ese final perverso por el que han pasado miles de adolescentes en situaciones como la mía. No pude contener la agitación ni el éxtasis y al notarlo alejó sus muslos mojados. Y también, después, con sus muslos, se alejó ella. Después de aquella tarde inconclusa no volvimos a verlos. Me regaló una canción escrita en un papel de una vieja libreta escolar con dos animados rusos sobre la carátula —que aún conservo— y se despidió. Reconozco que no le faltó diplomacia para dejarme sin  cumplir con aquel sueño inconcluso de acostarme con aquella fuerza de la naturaleza que nunca supe por que se fijó en mí. La diplomacia la fue perdiendo después ante mis llamadas insistentes y mis desesperadas esperas a la salida de su facultad donde cursaba el primer año de una carrera universitaria.

El tiro de gracia llegó cuando salía una vez con sus amigas y me escucharon decirle alguna tontería adolescente aprendida en uno de esos libros de poesía maldita que relacionan la muerte y el amor como si fueran una misma cosa (con el tiempo aprendí que prácticamente lo era). Le dije algo así como que si me dejas me suicido. Mi frase sonó en el sentido contrario al peso con la que fue escrita. Fue, evidentemente, pasto para la burla de todas sus amigas. Claudia endureció los músculos de la cara y me dijo en una voz que resonó en mis odios durante días. “En tu vida te quiero ver por aquí”. No supe dónde meterme. Me agarré fuerte de las  tiras de mi mochila, saqué un libro para tratar de mantener la pose que creía tener de joven intelectual, me coloqué los audiófonos y…  me perdí.

Cine Cosmos de La Habana
Foto: Roy Leyra. Cines Cosmos

No sé si los adolescentes de hoy vayan al cine a tratar de apagar esas premuras incontenibles de la juventud. Tampoco sé si existen los cines en La Habana. Cada vez que viajo y recorro esta ciudad veo esas salas de nuestra adolescencia clausurada, apagada o con las entradas envueltas en los musgos del desencanto, la apatía o el aburrimiento. Tampoco sé si existe La Habana. Si estoy sobre aquella ciudad de sexo libre, de pasiones incontrolables que era la Habana de los 80 y 90. Con el tiempo me parece que la ciudad se ha hecho un poco más mojigata con sus habitaciones de reserva por horas, o con sus nuevas generaciones menos hormonales, especialmente en los barrios más privilegiados de Miramar o de Siboney, donde he visto a esos niños de 16 o 17 jugando con sus móviles mientras tienen a sus bellas novias al lado, estilizadas como si estuvieran posando desnudas en una playa de Miami Beach. En mis años adolescentes eso era imposible. Novia que uno tuviera al lado, novia que se comía a besos y después a un cuarto con posters de cualquier músico que nos tuviera algo que decir. Menos a Claudia, que solo pude llevarla al cine para que me apagara en medio de un noticiario de Santiago Álvarez uno de los  sueños sexuales de mi primera  juventud.

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