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Por qué ya no hay filas en los cines de 10 de Octubre

Fotos: Manuel Larrañaga

Texto: Darcy Borrero

Era una fila larga, como la de cualquier otro cine de La Habana en tiempos de Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. No recuerdo qué película se proyectaba ni las caras de quienes hacían conmigo esa fila. Probablemente era el rostro de mi madre, guajira pero universitaria a la que le fascinaban las escapadas de Palma Soriano, Santiago de Cuba, hasta la gran pantalla del Yara o de cualquiera del Proyecto 23, así nombrado en referencia a la famosa calle donde se ubican las más grandes salas de exhibición cinematográfica de la capital del país. 

Sin embargo, aquella primera vez en el cine no sería en una de esas salas del Vedado, sino, justamente, al doblar la esquina de la casa donde vivíamos en La Víbora, 10 de Octubre. Aquella tarde, no sé bien de qué año posterior al 2000, la fila para entrar al cine Alameda se alargaba, mientras algunos iban a refrescar la espera en Las Yagrumas, una pequeña heladería donde dispensaban varios sabores, pero mi madre y yo elegíamos sin pensar el chocolate o el mantecado. Y seguíamos en la fila.

No sé si es que el helado y la vuelta de la memoria a aquellos años, sus olores y sabores me ha hecho recordar. O no sé si me he inventado ahora mismo alguna parte del recuerdo, pero creo que aquella tarde de helados, maní salado y celuloide, proyectaban nada menos que Vampiros en La Habana. Y mi madre, sabia, me había llevado para que degustara las aventuras de esos chupasangres que emergieron del ingenio de Juan Padrón. Entre vampisol y sombras, el cine Alameda, en ese entonces, se me hacía inmenso, y una de las atracciones más sofisticadas de mi barrio octubrino. Estaban también el teatro Mariana Grajales y la Edad de Oro a unas pocas cuadras más adelante, pero mi fascinación con el cine Alameda, que debía colindar con el pequeño patio de la casa, era inmensa. Allí hacían, también, espectáculos de participación. Una noche, a cine-teatro lleno, el actor Jorge Martínez pedía que un niño o niña subiera al escenario.  Yo era absolutamente tímida, pero no lo pensé. Subí enseguida. Solo debía escoger un papelito de un bombo. Y entregárselo a Jorge. Ahí estaría el número de la persona ganadora de una rifa. Cumplido mi papel, vinieron los aplausos y el actor me despidió del escenario con un beso en la mejilla. Ahora podría parecer demasiado insignificante, pero en aquel entonces mi admiración por Jorge Martínez me hizo sobrevalorar el gesto transformado en un grato recuerdo de mi niñez y esos “quince minutos de fama”.

En el teatro Mariana Grajales tuve, además, mi primera y última audición de canto. De aquel despropósito (elegí de todas las canciones que me sabía “Toma-que-toma-que-toma-tá) solo vale recordar el enorme escenario, los jueces atentos en busca del talento infantil, las butacas vacías y, a la salida, la belleza arquitectónica de lo que fue diseñado, décadas atrás, como colegio de monjas.

Pasaron algunos años y el teatro Mariana Grajales siguió en pie como sitio de acogida de obras profesionales y de aficionados. En cambio, el cine Alameda quedó clausurado. Me mudé de municipio pero la casa de San Mariano seguía siendo mi hogar. No había tarde en la que no pasara por ahí antes de seguir a mi nueva casa y no me fijara en el cine, lo que quedaba de él, apenas una escalinata donde se sentaban quienes esperaban la guagua 69, la 13 o la 37 en su paso por Santa Catalina. Otros personajes asiduos parecían formar parte del paisaje urbano en las afueras de lo que una vez había funcionado como cine y teatro, haciéndoles más llevaderas las tardes a los octubrinos. ¿Le importará a alguien que un cine de barrio desaparezca? Y con “alguien” me refiero a alguna autoridad. ¿No merecen los niños del presente acumular recuerdos como los que guardo? ¿No tienen ellos y otras personas, independientemente de su edad, derecho a disfrutar de la gran pantalla sin necesidad de salir del barrio, de la comunidad? Es cierto que vivimos épocas de memorias flash, “disco-duros”, pantallas planas y laptops, ¿pero deberían perderse por eso las salas cinematográficas? En mis recuerdos predomina la imagen del cine Alameda, en la calle Santa Catalina. Pero son muchos más los que han quedado solo en los recuerdos de otros. A continuación dejamos, apenas, una lista de los que alguna vez lucieron su brillo y utilidad para los residentes en 10 de Octubre:

1-Cine Ritz- Rodríguez Este y Fábrica. Usado parcialmente como vivienda. Semiderruido.
2-Cine Fénix- Santa Ana entre Fábrica Y justicia. Usado como vivienda.
3-Cine Luyanó-Calzada de Luyanó entre Rosa Estévez y Manuel Pruna.
4-Cine Atlas- Calzada de Luyanó y San Nicolás. Vivienda y Almacén.
5-Cine Dora-Cda De Luyanó y Márquez la Torre. Arrendado a una cooperativa.
6- Cine Moderno-Cda de 10 de oct, entre Fomento y Rodríguez. Ruinas.
7-Cine Apolo-Cda de 10 de oct entre Enamorados y Santos Suarez. Proyecto cultural de Magia
8-Cine Florida-cda de 10 de oct y Vía Blanca. Compañía de Danza Tradicional de Cuba. Artes Escénicas.
9-Cine San Miguel-Reyes y Colina. Empresa Comunales.
10-Cine San Francisco-San Francisco entre Armas y Porvenir. Uso Variado.
11-Cine Santa Catalina-Santa Catalina esquina Juan Delgado. Hoy La Edad de Oro, Compañía de títeres.
12-Cine Los Ángeles-Juan Delgado entre Lacret y Luis Estévez. Sala de Video. Videoteca.
13-Cine Mara-Juan Delgado entre Lacret y General Lee. Sede del Ballet Español.
14- Cine Mónaco – Mayia Rodríguez y Acosta. Usos varios.

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