mayo 2, 2024
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Lo que no le contaré a Dios… pero sí a mi psiquiatra

Texto: Martín Batista

No me lo digan. Ya sé que es lo que más han extrañado durante esta época lista para borrar del calendario cuando las vacunas lo permitan (si lo permiten). Los bares, las playas, las discotecas, los ligues esporádicos, las miradas lascivas en una fiesta de reguetón. Vamos, que con todo y la crisis eternizada antes la marcha en las noches tenía buen rollo y ahora se hace difícil hasta mirar a los ojos a una muchacha (o muchacho, vaya usted a saber) que nos robe la atención en medio de esta nueva cárcel que es la cotidianidad. Les confieso que yo extraño también tirarme en esa  piscina de emociones a la que se podía acceder sin demasiada dificultad hace solo unos meses atrás.

Sin embargo, lo que más deseo es volver a reunirme con los amigos, compartir un par de rones en cualquier cafetería y hablar, ya saben, de lo que hablan casi todos los cubanos en Cuba o en cualquier bar del mundo por ahí.

Hace unos días escuchaba por televisión a una psicóloga impartiendo lecciones para aguantar lo más posible la pandemia, para tratar de conseguir un clima familiar apacible, para que le hagamos caso a la conciencia cuando nos diga que esperemos un tiempo más, que el pase de cuentas de este virus no es para toda la vida. La estuve mirando durante un rato con interés. La periodista le preguntaba sobre ciertos temas un poco inteligibles por su dicción. Ella, con unos 50 años muy bien conservados en el cuerpo, siempre respondía con una parsimonia y tranquilidad que de pronto me hizo pensar que estaba en una consulta. No en una de esas pequeñeces con cuatro paredes que dan grima. No. En una de verdad, una “yuma” como dicen en el barrio. Me imagino en uno de esos cuartos que salen en las películas, con sus confortables sofás, cojines y almohadones, que te invitan lo mismo a echar un polvo que a una siesta. Te acuestas y la psicóloga te habla, te pide que le cuentes tu vida y uno ahí, en medio de esa historia, es capaz de contarle hasta lo que no ha vivido.  

Un día vi un documental sobre la hipnosis. El psiquiatra hacia dos u otras operaciones con las manos y dejaba al otro maltrecho. Sin conciencia ni capacidad de respuesta. Zombi. El sujeto le contó escenas de su vida que no decimos ni en un confesionario. Por Dios. Aquello me impactó. Me sirvió para convencerme de que nunca me dejaré llevar por ninguna proposición médica semejante. Pero quizá me lo piense mejor si estoy en una de esas grandes consultas, con sus muebles, con su musiquita ambiente de fondo y una psicóloga con su ropa de doctora y un cuerpo de gimnasio. Los estereotipos, como ven, muchas veces funcionan, aunque los rechacemos.

Con los amigos no hay secretos que valgan. Ahí uno cuenta todo. Nunca lo reconocemos, pero en esos círculos del séptimo infierno se dibuja la escena hasta con el más increíble detalle. Y si ya hizo estragos el alcohol el efecto es doble. Triple. Ya saben lo que significa. Pero esos asuntos no escapan de ese círculo de la confianza. Al menos esa ha sido mi experiencia, no sé la de ustedes.

No hay una conversación en la que no se hable de la “cosa”. Se hace con más ahínco que de la relación con las novias, los flirteos o de las mujeres que van pasando por el Vedado mientras se calienta la garganta. La cosa, digámoslo, es el gobierno y abundar en el tema es lo más cercano al deporte nacional. Después del béisbol y la “lucha”, claro está. Antes se hacía como si uno estuviera conspirando. En voz baja. En susurros. Pero ya el silencio pasó, para muchos, a la historia. Se cayó del cuerpo como una ropa vieja, pasada de moda. Como las camisas Yumurí o los “tacos suecos”. Lo mismo se oye a uno gritar cualquier frase antigubernamental en el calor de una guagua que en una discoteca. Y la gente sigue en lo suyo. Normalmente, diría el reguetonero.

Por eso  extraño los encuentros con los amigos. Lo mismo en La Habana, que en Miami o Madrid. El lugar no importa. Lo que importa son los amigos, las amigas, el “piquete”.  El tiempo de calidad que uno pase con personas que se conocen al detalle. Como si cada uno hubiera parido al otro.

Una vez en un cuchitril de La Habana me sucedió algo muy simpático. Años 2000. Salimos de la universidad y fuimos a buscar cerveza. Cualquier cerveza. Manacas, Cacique, Cristal, Bucanero… La que fuese. Nos sentamos en una cafetería destartalada frente a la beca de F y Tercera. Aquello era tremendo. La beca, digo. Antes habíamos pasado por el Bodegón de Teodoro, Colina abajo, en la calle San Lázaro. Vacío. Solo un borracho le exprimía el alma a un “planchao”.

En el cuchitril había “fría” por cantidades. A 10 pesos la botella. Una, dos, tres, cuatro. En el tránsito hacia la quinta se sentó un grupo de jovencísimas mujeres cerca de nosotros. Las miradas, las risas, los guiños. El tema de conversación giró rotundamente. Fue del centro de la política al diseño de la conquista. Con seis Manacas en el cuerpo se levantó uno y fue hasta la otra mesa. Había sido modelo de La Mason y era el tipo que siempre daba la cara por el resto ante estas “oportunidades”. Se acercó, dijo tres palabras y nosotros, en la retaguardia, fuimos de la sorpresa hasta una risa casi epiléptica sin hacer escala en ningún punto de la paleta de emociones. El grupo de amigas lo miró de arriba abajo. Y una de ellas le mencionó el nombre de su esposa antes de preguntarle cómo estaba ella. Se puso pálido. La sangre le bajó a los pies. La lengua se le enredó. Parecía a punto de un ataque. Viró y fue objeto de nuestras burlas más crueles. Eso solo sucede entre amigos, entre gente que se quiere, aunque no falten en ocasiones broncas.

Ya eso es solo un recuerdo. Los casos de Covid hacen ola y cualquiera conoce el nombre de un muerto o de alguien que espera cualquier cosa en la terapia intensiva de un hospital. Los amigos en Cuba hablamos a distancia. Por teléfono, Facebook, Telegram,WhatsApp. Pero nada es comparable con aquellas conversaciones, alcohol mediante, que teníamos antes de la pandemia. Ya lo he pensado. Trataré de borrar este capítulo pandémico de mi historia. De mi vida. Aunque para ello tenga que recurrir a la hipnosis en una de esas consultas que no salen en las películas. Al menos espero que me toque una buena psiquiatra o psicóloga que me pida que le cuente mi vida, que le confiese todo. Quién sabe después qué podría pasar…

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